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sábado, 15 de diciembre de 2007

JON IDIGORAS

Aficionado a la tauromaquia y banderillero, a los catorce años empezó a trabajar como obrero metalúrgico. Rodeado de hombres sudorosos y llenos de grasa en las horas de labor y por alegres individuos de la étnia calé en su tiempo libre, reunió las condiciones necesarias para experimentar la catarsis. Los síntomas comenzaron con espasmos y apneas durante la noche y terribles dolores de cabeza por el día. A veces le hubiera gustado arrancársela. Se tuvo que encerrar en casa. No podía más que gritar y retorcerse. Poco a poco el dolor se le fue concentrando en las fosas nasales. Concretamente, justo debajo de las mismas. Un día, de repente, despertó y la pesadilla había acabado. Fin del sufrimiento. Estaba fresco como una lechufa. Qué raro. Se encontraba perfectamente. Fue al baño, se miró en el espejo y, ahí estaba, delante de él: le había salido bigote. Ese símbolo inmortal que distingue a los hombres que son ellos mismos, sin complejos, puros: enteros. Una muestra de autonomía e independencia personal. Hasta tal punto, que entonces Idigoras consagró su vida a estos, los valores más representativos del bigotonismo. En 1989 obró el milagro. Reunido en Madrid, sufrió junto a otros compañeros de partido un atentado de la ultraderecha. Abrieron fuego contra ellos mientras cenaban. Él se puso de pie mientras los demás caían. Esperaba la muerte a pecho descubierto. Fue encañonado. El dedo asesino acariciaba el gatillo. La metralleta iba a escupir las balas. Pero, de pronto, intervino la providencia omnímoda y todopoderosa. El ultraderechista también tenía bigote. Es una ley natural inviolable. Bigote con bigote se repele. El arma se encasquilló.
 
Álvaro. Mariscal de campo de la Real Bitácora Balompédica Española

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